Vivía yo en Guildford, como Alicia en el País de las Maravillas.
Mi padre, a quien adoraba, era un hombre de las Tierras Altas. Hablaba en gaélico. Era un hu-manista y agnóstico empedernido. Un buen día descubrió que yo había empezado a asistir secretamente a misa, y me dijo: «Mi querido y caduco hijo: ¿cómo puedes aguantar esa monserga? La religión es muy propia para criados, pero no para gentes bien educadas. No es preciso que seas religioso para que te comportes como un caballero.»
Mi madre era irlandesa. Era bella y excéntrica. Me desheredó por opinar que, dado mi carácter, yo conseguiría en mi vida más dinero del que necesitase, sin tener que recurrir a ella. Y tuvo razón. No pude contradecirla...
A los nueve años, fui internado en un aristocrático colegio, en Eastbourne. El director anotó en su diario, refiriéndose a mí: «Tiene una mentalidad' muy original. Se inclina a la discusión con sus profesores y a tratar de convencerles de que tiene razón y de que son los libros los que están equivocados. Aunque quizás esto sea una prueba de su originalidad...».
Cuando insinué, una vez, que Napoleón pudo haber sido holandés, debido al hecho de que su hermano fue Rey de Holanda, la esposa del director me envió a la cama sin cenar.
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